Luto por un miserable
Luto por un miserable
Por: León Sierra Páez
Ha muerto el abyecto. Miles de gentes están hacinadas en suburbios que laten de pobreza mientras en el malecón dos mil los zapatos de las grandes damas de duelo taconean entre flores tailandesas y mantillas de encaje negro. Todos los medios recitan el culebrón. La telenovela cuenta la historia de un adalid, a quien no le tembló el pulso al ordenar la muerte directa de quienes se sublevaban en la noche. Detrás del espectáculo que ofrece la televisión privada, el mercado está anunciando que estamos en navidad y que hay que comprar para olvidar. En medio, como publicidad -sin querer queriendo- obituarios a pantalla completa: paz en su tumba.
La representación que sucede ante nuestros ojos simula simétricamente los fastos pertinentes de la canonización vaticana. La iglesia y la empresa se unen en un empeño cierto, no gratuito. Todo está preparado, todo ha sido pensado. Hay una señora, que emocionada, habla de la regeneración urbana de Guayaquil entre las cañas gastadas de su casa, más allá de donde la vista se pierde desde la perimetral. El concilio de necios en que se han convertido los medios de comunicación, iza banderas negras y con megáfonos celestes repiten incansablemente la biografía oficial del antihéroe. Una mentira repetida adecuadamente mil veces se convierte en una verdad.
Un Goebbels de guatita y perfumado con Versace se ha sentado en el consejo editorial de cada radio, televisión y prensa. En la ribera, la ría. Eterno negro donde peces bigotudos comen excrementos; lengua silenciosa que se lleva el llanto de la gente, hacia el mar y más allá. Dentro, la ciudad amurallada, rica y lejana, urde la treta siguiente: elegir al pirata sucesor.
Intento la contención, quisiera la fuerza, la palabra, atrapar el tiempo para que no se derrame la historia por en medio del teclado. Siento cómo las letras se juntan en nombres que no están, que desaparecieron. Jarrín dice, a veces, Benavides, Regalado, Restrepo, Lima, Acosta...hermanos todos. ¿Cuál será la razón que justifique tanto olvido?
Las voces, sumergidas en el estero, se salan, marínanse de pena. El Ecuador vibra entre tanto llanto por el infame. Luto de tres días: ícense las banderas a media hasta, guárdese silencio y llórese el largo dolor que supone dormir con los crímenes impunes. Tres jornadas para no olvidar, tres jornadas para habitar la muerte cercana, la propia la ejercida por aquel que murió como mató: ahogando.
Recuerdo, en el Guayaquil de los márgenes, una historia real. Mientras el niño velaba el cadáver del padre asesinado, dos mentiras corrían paralelas. Por un lado la infalible máquina del engaño -los medios-, proclamando adecuada y repetidamente el dantesco enfrentamiento a mano armada entre los terroristas y las fuerzas de seguridad nacional (nadie habló nunca de los mercenarios españoles e israelitas); por otro, la familia, que por evitar el pavor de la verdad, le contó al niño, alguna razón menor de accidente fortuito para justificar el féretro en el salón de su casa, en medio del suburbio.
Y el niño que rabioso repetía, mirando el cuerpo inerte de su padre: "¡Ahí está, ¡hijueputa!, todo el día: 'cuídate de los carros, Juanito...' Y vas y te dejas pisar por el carro...!"
Por: León Sierra Páez
Ha muerto el abyecto. Miles de gentes están hacinadas en suburbios que laten de pobreza mientras en el malecón dos mil los zapatos de las grandes damas de duelo taconean entre flores tailandesas y mantillas de encaje negro. Todos los medios recitan el culebrón. La telenovela cuenta la historia de un adalid, a quien no le tembló el pulso al ordenar la muerte directa de quienes se sublevaban en la noche. Detrás del espectáculo que ofrece la televisión privada, el mercado está anunciando que estamos en navidad y que hay que comprar para olvidar. En medio, como publicidad -sin querer queriendo- obituarios a pantalla completa: paz en su tumba.
La representación que sucede ante nuestros ojos simula simétricamente los fastos pertinentes de la canonización vaticana. La iglesia y la empresa se unen en un empeño cierto, no gratuito. Todo está preparado, todo ha sido pensado. Hay una señora, que emocionada, habla de la regeneración urbana de Guayaquil entre las cañas gastadas de su casa, más allá de donde la vista se pierde desde la perimetral. El concilio de necios en que se han convertido los medios de comunicación, iza banderas negras y con megáfonos celestes repiten incansablemente la biografía oficial del antihéroe. Una mentira repetida adecuadamente mil veces se convierte en una verdad.
Un Goebbels de guatita y perfumado con Versace se ha sentado en el consejo editorial de cada radio, televisión y prensa. En la ribera, la ría. Eterno negro donde peces bigotudos comen excrementos; lengua silenciosa que se lleva el llanto de la gente, hacia el mar y más allá. Dentro, la ciudad amurallada, rica y lejana, urde la treta siguiente: elegir al pirata sucesor.
Intento la contención, quisiera la fuerza, la palabra, atrapar el tiempo para que no se derrame la historia por en medio del teclado. Siento cómo las letras se juntan en nombres que no están, que desaparecieron. Jarrín dice, a veces, Benavides, Regalado, Restrepo, Lima, Acosta...hermanos todos. ¿Cuál será la razón que justifique tanto olvido?
Las voces, sumergidas en el estero, se salan, marínanse de pena. El Ecuador vibra entre tanto llanto por el infame. Luto de tres días: ícense las banderas a media hasta, guárdese silencio y llórese el largo dolor que supone dormir con los crímenes impunes. Tres jornadas para no olvidar, tres jornadas para habitar la muerte cercana, la propia la ejercida por aquel que murió como mató: ahogando.
Recuerdo, en el Guayaquil de los márgenes, una historia real. Mientras el niño velaba el cadáver del padre asesinado, dos mentiras corrían paralelas. Por un lado la infalible máquina del engaño -los medios-, proclamando adecuada y repetidamente el dantesco enfrentamiento a mano armada entre los terroristas y las fuerzas de seguridad nacional (nadie habló nunca de los mercenarios españoles e israelitas); por otro, la familia, que por evitar el pavor de la verdad, le contó al niño, alguna razón menor de accidente fortuito para justificar el féretro en el salón de su casa, en medio del suburbio.
Y el niño que rabioso repetía, mirando el cuerpo inerte de su padre: "¡Ahí está, ¡hijueputa!, todo el día: 'cuídate de los carros, Juanito...' Y vas y te dejas pisar por el carro...!"
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