Mal necesario y mal innecesario

La cultura es belleza y trabajo orgánico

Mal necesario y mal innecesario
Fabián Núñez Baquero
10/03/17
La Casa de la Cultura es un mal necesario. Como el ruido que necesitamos cuando nos sentimos solos. Y porque ya existe desde el principio de la década de 1940. el primer deber de la cultura es preservar lo que tiene y desarrollarlo, mejorarlo. Les guste o no los oligarcas que la crearon lo hicieron para divertirse y para fungir de hombres providenciales y cultos por antonomasia. Para darse lija y de adehala tener una entradita más en sus bolsillos. Y, de paso, claro, nos dejaron esa nata mohosa y malsana de la burocracia cultural de la cual es más difícil librarse que de las almorranas.

El Ministerio de la Cultura es un mal innecesario y es una mala invención de los correistas: una especie de albarda burocrática sobre albarda burocrática. La una albarda es por supuesto, la Casa de la Cultura. Un Ministerio de la Cultura- como ya lo dije en un ensayo anterior- es el el tibio y efervescente resultado de una cultura de Ministerio. Y hace falta un cerebro de alfiler para poseer tan privilegiada estupidez.

La cultura es una función libérrima, inconsciente, necesaria, espontánea de los pueblos y no hace falta ni tutores ni sobrestantes ni leyes ni leguleyos ni de dictadores que buscan jolgorio con banda y marimba, con guitarra y voz trasnochada. La cultura es la esencia del hombre y no hace falta ni publicidad ni hacer negocio sobre el quehacer humano.

A medida que se afianza el capitalismo en naciones atrasadas como la nuestra- como ya lo sabía Marx- todo se vuelve venal, hasta la uña pintada de la Mama Negra o el ojo biónico del Aguila Quiteña. Las famosas industrias culturales -de las cuales habla tanto la archifamosa Ley de Cultura- no son sino el espantajo creado por los nuevos capitalistas disfrazados de socialistas o asambleístas con el fin de extender el chicle de la burocracia hasta donde más alcance.  

Ese Ministerio no sirve para nada. Es un antro de fantasmas congregados para cosechar dinero a fuerza de muecas y manipulaciones de ojos y de manos. Desde luego si les tocara ganarse la vida honradamente no sacarían ni para el bus. Pero sus intenciones son terriblemente aviesas y sangronas: convertir a artistas, intelectuales, sus obras y realizaciones, poco menos que en propiedad privada de este armatoste ridículo y a sus funcionarios en los nuevos malabaristas de ingresos económicos fabulosos y de antesalas obligadas para el humilde trabajador cultural.

 Y no hablemos de dinero que con el que han obtenido en estos años se podría pagar tres veces la deuda externa, la de los hombres de ojos rasgados y la de los ojos azules.

Que haya ministerios para todo menos para la cultura. El ministerio es franca expresión de burocratismo. La cultura es de por sí negación de la burocracia. La cultura es producción real, el ministerio es función improductiva, un freno a toda invención e iniciativa. El hombre de ministerio se ve incapacitado de ejercer su ministerio de hombre. El que inventa, el creador, no tiene tiempo para ministerios.

Lo que enseña el arte de los creadores ecuatorianos es que no tuvieron necesidad de ministerios ni siquiera de casas de cultura para generar tanta riqueza cultural. El artista no es un funcionario, este es un traje que no le queda bien, que le estorba. El hombre culto crea y recrea la cultura, no es un mamotreto de escritorio ni un títere con títulos académicos ni un monigote con diplomas. No busca masterados ni anda mendigando honoris causas que pronto se convierten en causas sin honor.

El máximo galardón del hombre es su cultura. El hombre no vale por sus títulos sino por su cultura. El cazador de títulos es el arribista por excelencia y, desde luego, no es un hombre culto.

 El que inventó la rueda no poseía ningún título. El sumerio que inventó el mal llamado teorema de Pitágoras es obvio que no tenía ningún título. Ningún ministerio de cultura hizo posible la invención maya del cero, la construcción de Macchu Picchu o la creación del circuito integrado. Un esbelto y sintético soneto no sale de un ministerio. Los versos macizos y sanguíneos del gran Juan Ruiz, Archipreste de Hita, son tan jubilosos y vitales que resultan ser una negación real de la religión y de todo estatuto oficial. Imaginen, solo imaginen, a Juan Ruiz como ministro de cultura, seguro que no lo hubiese soportado ni un día, igual como el gran César Dávila Andrade no soportó una semana ser funcionario de la Casa.

Los genios de la matemática y la literatura, de la música o la expresión plástica, no tenían título ni lo buscaban, les faltaba tiempo para sus creaciones. Imagínense al gigante Bach en un ministerio, a Homero de escanciador de vino en la Corte, a Einstein de ministro ¡sería poco menos que un insulto! Solo piensen lo ridículo que sería llamar doctor o máster a Shakespeare o a Cervantes. Y los títulos o masterados los fabrican los ministerios, una sociedad basada en el lucro de la educación y el vacío de contenidos. El mismo ministerio de educación es el resultado de una educación de ministerio. ¡Tan poca cosa como esta educación para sostener el huero vacío burocrático!

La cultura en un ministerio, en una casa, es como pretender represar en una cisterna de barrio el caudal de todo el Amazonas.

 A una sociedad culta no le hace falta pegostes artificiales ni membretes ni administradores a control remoto, tiende a administrarse sola. Mientras más culto es un país menos ministerios necesita. El principio esencial de la cultura es la economía de recursos. Una sociedad culta se organiza sola, el trabajo es común y a la vez diversificado, es la que hace proyectos y a la vez los ejecuta. La cultura real bien difundida convierte al estado en un cachivache inútil.

La Casa de la Cultura, ya está, ha acumulado de todo: desde burocracia hasta una biblioteca, desde libros que se almacenan sin pena ni gloria y que nadie lee, hasta programas de artistas extranjeros que hablan inglés y que cobran hasta por estornudar. Ya está, ya existe, mal que nos pese.

Pero claro, ya existe la Casa. Más de 70 años del artilugio impuesto por Arroyo del Río y Benjamín Carrión. ¿Y qué hacemos con ella si hemos invertido tanto en ella? ¿Qué hacemos con tanta burocracia instalada, encriptada, acumulada e incrustada? Si ya no podemos con ella ¿por qué crear una nueva burocracia en el elefante blanco llamado Ministerio de Cultura? Es cosa de locos. No tenemos donde mandar al personal de la Casa de la Cultura porque no hay fuentes de empleo ni siquiera en la matriz del capitalismo peor en un país atrasado.

Es la maldición del capital: precisamente porque no hay fuentes de empleo es que cada michico presidente del país engorda la burocracia. Talvez podría realizarse con este personal un traspaso de tierras para el trabajo comunal, pero qué hacemos con tanto casaculturero o ministeriólogo si la tierra y las fábricas y las empresas están en manos privadas? Es la misma pregunta que tenemos que hacernos para toda la burocracia estatal.

Hay un estado hipertrofiado, demasiada burocracia y tantos e inútiles ministerios creados por el correismo, de acuerdo, ¿pero qué hacemos con tanto personal y sus familias que viven de ese remedo de trabajo? El trabajo es el centro de la sociedad, y hay tanto que hacer- cultura real- tanto que hacer, pero nos vemos maniatados por el sistema de la ganancia, la propiedad privada , el burocratismo, el negocio politiquero y las elecciones.

Pero el Ministerio de Cultura no existe, nunca vio la luz del mundo, es un ser no- vivo y que no merece vivir, es solo una arca abierta donde han aterrizado y aterrizarán los nuevos cocodrilos sicofantes que se nutren de mentira y de pompas de jabón. De veras, es un mal innecesario que afecta no solo los bolsillos sino las cabezas de todos los ecuatorianos.

La Casa ha funcionado mal, sí, pero la gente hace lo que puede dentro de la tenaza del sistema de beneficio. Administra lo inadministrable, pero lo hace desde hace mucho tiempo, reproduciendo las limitaciones capitalistas y sus excrecencias burocráticas. La sociedad con su cultura- con su trabajo- es inmensamente más rica que sus representantes culturales, es decir la cultura- el trabajo- está asfixiado por las amarras de acero de la propiedad privada, sus leyes burguesas y sus instituciones para obtener ganancia.

La Casa de la Cultura es un mal necesario porque ya la tenemos y debemos transformarla, desde su mismo ser orgánico enfermo y distorsionado, con algo mejor, como resultado de una evolución o revolución en el sistema global. Esto implica no una revolución cultural- como lo pensaban los maoistas en la década del 60 del siglo XX- sino una cultura de la revolución. Esto surge de la lucha por impedir que la cultura- es decir, el trabajo real- esté atrapada en la camisa de fuerza del sistema de la ganancia, sea un simple reflejo del trabajo asalariado y el capital. Esto significa no la reforma de la cultura- ni de mecanismos ministeriales-ni de una cultura de la reforma, sino de una evolución hacia la revolución del sistema total en la sociedad. Una cultura revolucionaria.

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